¿Puede existir un miedo más vacío de sentido que el miedo a ser feliz? ¿Pueden las personas oponerse a algo por lo cual gritan querer poseer? Claro que sí que se puede. Es paradójico, pero es cierto. Por lo general, suele ser el motivo oculto de varias visitas al consultorio de cualquier terapeuta.
La vocación por sufrir vence a la vocación de ser feliz. Ser feliz es un derecho y un deber. Muchos hombres y mujeres lo ignoran o simplemente se hacen los distraídos. Ponen más la mirada en lo que no tienen que en lo que tienen.
“Todos quieren ser felices”, sin embargo, esta expresión queda anclada en un deseo.
Analicemos esto juntos y comencemos por precisar qué es el miedo. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como la perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. Es un recelo o aprensión a que nos suceda una cosa contraria a lo que deseamos.
Entonces, la primera pregunta que surge es: ¿Ser feliz ¿qué daño puede ocasionar?
Zygmunt Bauman, en su libro Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus temores, señala que el miedo es “el nombre que damos a nuestra incertidumbre: a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer ―a lo que puede y no puede hacerse― para detenerla en seco, o para combatirla, si pararla es algo que está más allá de nuestro alcance”.
Más que un miedo justificado, el miedo a ser feliz tendría la cualidad de difuso. Algo así como una inseguridad que nos mantiene en un estado de ansiedad permanente. Se busca lo que no se atreve a experimentar.
Una definición aséptica nos dirá que la felicidad es un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. No se especifica qué tipo de bien, si material o espiritual, pero deja en claro “que es poseer”.
Jean Paul Sastre la define como: “la felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace”. El acento está en la acción, en el hacer. Otros autores opinan que no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.
Me arriesgo a afirmar que la felicidad es estar bien con uno mismo, lo cual implica una mirada amorosa hacia uno mismo. La escritora francesa Francoise Sagan expresa: “La felicidad, para mí, consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y despertarme sin angustia”. Nos acercamos a que la felicidad es una vivencia que emerge de poder percibir la cotidianidad de manera positiva y realista, además de percibirse uno mismo como algo valioso.
Para algunas personas, la felicidad se vuelve algo inalcanzable. Me pregunto si lo inalcanzable es el estado de ánimo o el bien que se quiere alcanzar. Tienen, ante ellas, todo cuanto necesitan, sin embargo, son esclavas de un deseo que los sumerge, irremediablemente, en la insatisfacción.
Habrá quienes se asustan tan solo de la idea de lograr aquello que quieren. Tal vez, porque piensan que no se merecen nada y parten de la posición de que son perdedores. Son seres con baja autoestima, ¡y ya sabemos los estragos que esto causa!
También están aquéllos que, aun llevando a cabo todo lo necesario para lograr lo que desean, cuando están a punto de concretarlo, lo abandonan. Es como si estuvieran preparados para el esfuerzo, pero no para el gozo. En estos casos, detrás de cualquier sentimiento de placer, subyace el sufrimiento. Como si debieran pagar un precio por disfrutar. Es obvio que hay un costo, que siempre se paga antes: el del trabajo que cada uno realiza, a su manera, desde sus opciones, para conseguir aquello que desea.
Por todo lo bueno, indefectiblemente, se paga un precio. La felicidad es algo bueno.
Somos dueños de la capacidad para experimentar tanto un sufrimiento como un placer. Ambos son buenos por igual: ayudan a perder el miedo a ser feliz.
La felicidad no es un destino adonde se llega; es la manera de caminar por la vida. El caminar con miedo no conduce a ninguna parte.
La vocación por sufrir vence a la vocación de ser feliz. Ser feliz es un derecho y un deber. Muchos hombres y mujeres lo ignoran o simplemente se hacen los distraídos. Ponen más la mirada en lo que no tienen que en lo que tienen.
“Todos quieren ser felices”, sin embargo, esta expresión queda anclada en un deseo.
Analicemos esto juntos y comencemos por precisar qué es el miedo. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como la perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. Es un recelo o aprensión a que nos suceda una cosa contraria a lo que deseamos.
Entonces, la primera pregunta que surge es: ¿Ser feliz ¿qué daño puede ocasionar?
Zygmunt Bauman, en su libro Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus temores, señala que el miedo es “el nombre que damos a nuestra incertidumbre: a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer ―a lo que puede y no puede hacerse― para detenerla en seco, o para combatirla, si pararla es algo que está más allá de nuestro alcance”.
Más que un miedo justificado, el miedo a ser feliz tendría la cualidad de difuso. Algo así como una inseguridad que nos mantiene en un estado de ansiedad permanente. Se busca lo que no se atreve a experimentar.
Una definición aséptica nos dirá que la felicidad es un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. No se especifica qué tipo de bien, si material o espiritual, pero deja en claro “que es poseer”.
Jean Paul Sastre la define como: “la felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace”. El acento está en la acción, en el hacer. Otros autores opinan que no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.
Me arriesgo a afirmar que la felicidad es estar bien con uno mismo, lo cual implica una mirada amorosa hacia uno mismo. La escritora francesa Francoise Sagan expresa: “La felicidad, para mí, consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y despertarme sin angustia”. Nos acercamos a que la felicidad es una vivencia que emerge de poder percibir la cotidianidad de manera positiva y realista, además de percibirse uno mismo como algo valioso.
Para algunas personas, la felicidad se vuelve algo inalcanzable. Me pregunto si lo inalcanzable es el estado de ánimo o el bien que se quiere alcanzar. Tienen, ante ellas, todo cuanto necesitan, sin embargo, son esclavas de un deseo que los sumerge, irremediablemente, en la insatisfacción.
Habrá quienes se asustan tan solo de la idea de lograr aquello que quieren. Tal vez, porque piensan que no se merecen nada y parten de la posición de que son perdedores. Son seres con baja autoestima, ¡y ya sabemos los estragos que esto causa!
También están aquéllos que, aun llevando a cabo todo lo necesario para lograr lo que desean, cuando están a punto de concretarlo, lo abandonan. Es como si estuvieran preparados para el esfuerzo, pero no para el gozo. En estos casos, detrás de cualquier sentimiento de placer, subyace el sufrimiento. Como si debieran pagar un precio por disfrutar. Es obvio que hay un costo, que siempre se paga antes: el del trabajo que cada uno realiza, a su manera, desde sus opciones, para conseguir aquello que desea.
Por todo lo bueno, indefectiblemente, se paga un precio. La felicidad es algo bueno.
Somos dueños de la capacidad para experimentar tanto un sufrimiento como un placer. Ambos son buenos por igual: ayudan a perder el miedo a ser feliz.
La felicidad no es un destino adonde se llega; es la manera de caminar por la vida. El caminar con miedo no conduce a ninguna parte.
Por Joaquín Rocha Psicólogo especialista en Educación para la Comunicación
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